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EL DESEADO DE TODAS LAS GENTES
CAPÍTULO: El Toque de la Fe
AL VOLVER de Gádara a la orilla occidental, Jesús encontró una multitud reunida para recibirle, la cual le saludó con
gozo. Permaneció él a orillas del mar por un tiempo, enseñando y sanando, y luego se dirigió a la casa de Leví Mateo
para encontrarse con los publicanos en su fiesta. Allí le encontró Jairo, príncipe de la sinagoga.
Este anciano de los judíos vino a Jesús con gran angustia, y se arrojó a sus pies exclamando: "Mi hija está a la muerte:
ven y pondrás las manos sobre ella para que sea salva, y vivirá."
Jesús se encaminó inmediatamente con el príncipe hacia su casa. Aunque los discípulos habían visto tantas de sus obras
de misericordia, se sorprendieron al verle acceder a la súplica del altivo rabino; sin embargo, acompañaron a su
Maestro, y la gente los siguió, ávida y llena de expectación. La casa del príncipe no quedaba muy lejos, pero Jesús y
sus compañeros avanzaban lentamente porque la muchedumbre le apretujaba de todos lados. La dilación impacientaba al
ansioso padre, pero Jesús, compadeciéndose de la gente, se detenía de vez en cuando para aliviar a algún doliente o
consolar a algún corazón acongojado.
Mientras estaban todavía en camino, un mensajero se abrió paso a través de la multitud, trayendo a Jairo la noticia de
que su hija había muerto y era inútil molestar ya al Maestro. Mas el oído de Jesús distinguió las palabras. "No temas
--dijo:-- cree solamente, y será salva."
Jairo se acercó aun más al Salvador y juntos se apresuraron a llegar a la casa del príncipe. Ya las plañideras y los
flautistas pagados estaban allí, llenando el aire con su clamor. La presencia de la muchedumbre y el tumulto
contrariaban el espíritu de Jesús. Trató de acallarlos diciendo: "¿Por qué alborotáis y lloráis? La muchacha no es
muerta, mas duerme." Ellos se indignaron al oír las palabras del forastero. Habían visto a la 311 niña en las garras de
la muerte, y se burlaron de él. Después de exigir que todos abandonasen la casa, Jesús tomó al padre y a la madre de la
niña, y a Pedro, Santiago y Juan, y juntos entraron en la cámara mortuoria.
Jesús se acercó a la cama, y tomando la mano de la niña en la suya, pronunció suavemente en el idioma familiar del
hogar, las palabras: "Muchacha, a ti digo, levántate."
Instantáneamente, un temblor pasó por el cuerpo inconsciente. El pulso de la vida volvió a latir. Los labios se
entreabrieron con una sonrisa. Los ojos se abrieron como si ella despertase del sueño, y la niña miró con asombro al
grupo que la rodeaba. Se levantó, y sus padres la estrecharon en sus brazos llorando de alegría.
Mientras se dirigía a la casa del príncipe, Jesús había encontrado en la muchedumbre una pobre mujer que durante doce
años había estado sufriendo de una enfermedad que hacía de su vida una carga. Había gastado todos sus recursos en
médicos y remedios, con el único resultado de ser declarada incurable. Pero sus esperanzas revivieron cuando oyó hablar
de las curaciones de Cristo. Estaba segura de que si podía tan sólo ir a él, sería sanada. Con debilidad y sufrimiento,
vino a la orilla del mar donde estaba enseñando Jesús y trató de atravesar la multitud, pero en vano. Luego le siguió
desde la casa de Leví Mateo, pero tampoco pudo acercársele. Había empezado a desesperarse, cuando, mientras él se abría
paso por entre la multitud, llegó cerca de donde ella se encontraba.
Había llegado su áurea oportunidad. ¡Se hallaba en presencia del gran Médico! Pero entre la confusión no podía hablarle,
ni lograr más que vislumbrar de paso su figura. Con temor de perder su única oportunidad de alivio, se adelantó con
esfuerzo, diciéndose: "Si tocare tan solamente su vestido, seré salva." Y mientras él pasaba, ella extendió la mano y
alcanzó a tocar apenas el borde de su manto; pero en aquel momento supo que había quedado sana. En aquel toque se
concentró la fe de su vida, e instantáneamente su dolor y debilidad fueron reemplazados por el vigor de la perfecta
salud.
Con corazón agradecido, trató entonces de retirarse de la muchedumbre; pero de repente Jesús se detuvo y la gente
también hizo alto. Jesús se dio vuelta, y mirando en derredor 312 preguntó con una voz que se oía distintamente por
encima de la confusión de la multitud: "¿Quién es el que me ha tocado?" La gente contestó esta pregunta con una mirada
de asombro. Como se le codeaba de todos lados, y se le empujaba rudamente de aquí para allá parecía una pregunta
extraña.
Pedro, siempre listo para hablar, dijo: "Maestro, la compañía te aprieta y oprime, y dices: ¿Quién es el que me ha
tocado?" Jesús contestó: "Me ha tocado alguien; porque yo he conocido que ha salido virtud de mí." El Salvador podía
distinguir el toque de la fe del contacto casual de la muchedumbre desprevenida. Una confianza tal no debía pasar sin
comentario. El quería dirigir a la humilde mujer palabras de consuelo que fuesen para ella un manantial de gozo;
palabras que fuesen una bendición para sus discípulos hasta el fin del tiempo.
Mirando hacia la mujer, Jesús insistió en saber quién le había tocado. Hallando que era vano tratar de ocultarse, ella
se adelantó temblorosa, y se echó a los pies de Jesús. Con lágrimas de agradecimiento, relató la historia de sus
sufrimientos y cómo había hallado alivio. Jesús le dijo amablemente: "Hija, tu fe te ha salvado: ve en paz." El no dio
oportunidad a que la superstición proclamase que había una virtud sanadora en el mero acto de tocar sus vestidos. No era
mediante el contacto exterior con él, sino por medio de la fe que se aferraba a su poder divino, cómo se había realizado
la curación.
La muchedumbre maravillada que se agolpaba en derredor de Cristo no sentía la manifestación del poder vital. Pero cuando
la mujer enferma extendió la mano para tocarle, creyendo que sería sanada, sintió la virtud sanadora. Así es también en
las cosas espirituales. El hablar de religión de una manera casual, el orar sin hambre del alma ni fe viviente, no vale
nada. Una fe nominal en Cristo, que le acepta simplemente como Salvador del mundo, no puede traer sanidad al alma. La fe
salvadora no es un mero asentimiento intelectual a la verdad. El que aguarda hasta tener un conocimiento completo antes
de querer ejercer fe, no puede recibir bendición de Dios. No es suficiente creer acerca de Cristo; debemos creer en él.
La única fe que nos beneficiará es la que le acepta a él como Salvador personal; que nos pone en posesión de sus 313
méritos. Muchos estiman que la fe es una opinión. La fe salvadora es una transacción por la cual los que reciben a
Cristo se unen con Dios mediante un pacto. La fe genuina es vida. Una fe viva significa un aumento de vigor, una
confianza implícita por la cual el alma llega a ser una potencia vencedora.
Después de sanar a la mujer, Jesús deseó que ella reconociese la bendición recibida. Los dones del Evangelio no se
obtienen a hurtadillas ni se disfrutan en secreto. Así también el Señor nos invita a confesar su bondad. "Vosotros pues
sois mis testigos, dice Jehová, que yo soy Dios.'
Nuestra confesión de su fidelidad es el factor escogido por el Cielo para revelar a Cristo al mundo. Debemos reconocer
su gracia como fue dada a conocer por los santos de antaño; pero lo que será más eficaz es el testimonio de nuestra
propia experiencia. Somos testigos de Dios mientras revelamos en nosotros mismos la obra de un poder divino. Cada
persona tiene una vida distinta de todas las demás y una experiencia que difiere esencialmente de la suya. Dios desea
que nuestra alabanza ascienda a él señalada por nuestra propia individualidad. Estos preciosos reconocimientos para
alabanza de la gloria de su gracia, cuando son apoyados por una vida semejante a la de Cristo, tienen un poder
irresistible que obra para la salvación de las almas.
Cuando los diez leprosos vinieron a Jesús para ser sanados, les ordenó que fuesen y se mostrasen al sacerdote. En el
camino quedaron limpios, pero uno solo volvió para darle gloria. Los otros siguieron su camino, olvidándose de Aquel que
los había sanado. ¡Cuántos hay que hacen todavía lo mismo! El Señor obra de continuo para beneficiar a la humanidad.
Está siempre impartiendo sus bondades. Levanta a los enfermos de las camas donde languidecen, libra a los hombres de
peligros que ellos no ven, envía a los ángeles celestiales para salvarlos de la calamidad, para protegerlos de "la
pestilencia que ande en oscuridad" y de la "mortandad que en medio del día destruya; pero sus corazones no quedan
impresionados. El dio toda la riqueza del cielo para redimirlos; y sin embargo, no piensan en su gran amor. Por su
ingratitud, cierran su corazón a la gracia de Dios. Como el brezo del desierto, no saben cuándo viene el bien, y sus
almas habitan en los lugares yermos. 314
Para nuestro propio beneficio, debemos refrescar en nuestra mente todo don de Dios. Así se fortalece la fe para pedir y
recibir siempre más. Hay para nosotros mayor estímulo en la menor bendición que recibimos de Dios, que en todos los
relatos que podemos leer de la fe y experiencia ajenas. El alma que responda a la gracia de Dios será como un jardín
regado. Su salud brotará rápidamente; su luz saldrá en la obscuridad, y la gloria del Señor le acompañará. Recordemos,
pues, la bondad del Señor, y la multitud de sus tiernas misericordias. Como el pueblo de Israel, levantemos nuestras
piedras de testimonio, e inscribamos sobre ellas la preciosa historia de lo que Dios ha hecho por nosotros. Y mientras
repasemos su trato con nosotros en nuestra peregrinación, declaremos, con corazones conmovidos por la gratitud: "¿Qué
pagaré a Jehová por todos sus beneficios para conmigo? Tomaré la copa de la salud, e invocaré el nombre de Jehová. Ahora
pagaré mis votos a Jehová delante de todo su pueblo." 315