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  • EL DESEADO DE TODAS LAS GENTES
    CAPÍTULO: ¿Quién es el Mayor?

          AL VOLVER a Capernaúm, Jesús no se dirigió a los lugares bien conocidos donde había enseñado a la gente, sino que con
          sus discípulos buscó silenciosamente la casa que había de ser su hogar provisorio. Durante el resto de su estada en
          Galilea, se proponía instruir a los discípulos más bien que trabajar por las multitudes.
          
          Durante el viaje por Galilea, Cristo había procurado otra vez preparar el ánimo de sus discípulos para las escenas que
          les esperaban. Les había dicho que debía subir a Jerusalén para morir y resucitar. Y les había anunciado el hecho
          extraño y terrible de que iba a ser entregado en manos de sus enemigos. Los discípulos no comprendían todavía sus
          palabras. Aunque la sombra de un gran pesar había caído sobre ellos, el espíritu de rivalidad subsistía en su corazón.
          Disputaban entre sí acerca de quién sería el mayor en el reino. Pensaban ocultar la disensión a Jesús, y no se mantenían
          como de costumbre cerca de él, sino que permanecían rezagados, de manera que él iba adelante de ellos cuando entraron en
          Capernaúm. Jesús leía sus pensamientos y anhelaba aconsejarlos e instruirlos. Pero esperó para ello una hora de
          tranquilidad, cuando estuviesen con el corazón dispuesto a recibir sus palabras.
          
          Poco después de llegar a la ciudad, el cobrador del impuesto para el templo vino a Pedro preguntando: "¿Vuestro Maestro
          no paga las dos dracmas?" Este tributo no era un impuesto civil, sino una contribución religiosa exigida anualmente a
          cada judío para el sostén del templo. El negarse a pagar el tributo sería considerado como deslealtad al templo, lo que
          era en la estima de los rabinos un pecado muy grave. La actitud del Salvador hacia las leyes rabínicas, y sus claras
          reprensiones a los defensores de la tradición, ofrecían un pretexto para acusarle de estar tratando de destruir el
          servicio del templo. 400 Ahora sus enemigos vieron una oportunidad para desacreditarle. En el cobrador del tributo
          encontraron un aliado dispuesto.
          
          Pedro vio en la pregunta del cobrador una insinuación de sospecha acerca de la lealtad de Cristo hacia el templo. Celoso
          del honor de su Maestro, contestó apresuradamente, sin consultarle, que Jesús pagaría el tributo.
          
          Pero Pedro había comprendido tan sólo parcialmente el propósito del indagador. Ciertas clases de personas estaban
          exentas de pagar el tributo. En el tiempo de Moisés, cuando los levitas fueron puestos aparte para el servicio del
          santuario, no les fue dada herencia entre el pueblo. El Señor dijo: "Por lo cual Leví no tuvo parte ni heredad con sus
          hermanos: Jehová es su heredad." En el tiempo de Cristo, los sacerdotes y levitas eran todavía considerados como
          dedicados especialmente al templo, y no se requería de ellos que diesen la contribución anual para su sostén. También
          los profetas estaban exentos de ese pago. Al requerir el tributo de Jesús, los rabinos negaban su derecho como profeta o
          maestro, y trataban con él como con una persona común. Si se negaba a pagar el tributo, ello sería presentado como
          deslealtad al templo; mientras que por otro lado, el pago justificaría la actitud que asumían al no reconocerle como
          profeta.
          
          Tan sólo poco tiempo antes, Pedro había reconocido a Jesús como el Hijo de Dios; pero ahora perdió la oportunidad de
          hacer resaltar el carácter de su Maestro. Por su respuesta al cobrador, de que Jesús pagaría el tributo, sancionó
          virtualmente el falso concepto de él que estaban tratando de difundir los sacerdotes y gobernantes.
          
          Cuando Pedro entró en la casa, el Salvador no se refirió a lo que había sucedido, sino que preguntó: "¿Qué te parece,
          Simón? Los reyes de la tierra, ¿de quién cobran los tributos o el censo? ¿de sus hijos o de los extraños? Pedro le dice:
          De los extraños." Jesús dijo: "Luego los hijos son francos." Mientras que los habitantes de un país tienen que pagar
          impuesto para sostener a su rey, los hijos del monarca son eximidos. Así también Israel, el profeso pueblo de Dios,
          debía sostener su culto; pero Jesús, el Hijo de Dios, no se hallaba bajo esta obligación. Si los sacerdotes y levitas
          estaban exentos por su 401 relación con el templo, con cuánta más razón Aquel para quien el templo era la casa de su
          Padre.
          
          Si Jesús hubiese pagado el tributo sin protesta, habría reconocido virtualmente la justicia del pedido, y habría negado
          así su divinidad. Pero aunque consideró propio satisfacer la demanda, negó la pretensión sobre la cual se basaba. Al
          proveer para el pago del tributo, dio evidencia de su carácter divino. Quedó de manifiesto que él era uno con Dios, y
          por lo tanto no se hallaba bajo tributo como mero súbdito del Rey.
          
          "Ve a la mar --indicó a Pedro,-- y echa el anzuelo, y el primer pez que viniere, tómalo, y abierta su boca, hallarás un
          estatero: tómalo, y dáselo por mí y por ti."
          
          Aunque había revestido su divinidad con la humanidad, en este milagro reveló su gloria. Era evidente que era Aquel que
          había declarado por medio de David: "Porque mía es toda bestia del bosque, y los millares de animales en los collados.
          Conozco todas las aves de los montes, y en mi poder están las fieras del campo. Si yo tuviese hambre, no te lo diría a
          ti: porque mío es el mundo y su plenitud."
          
          Aunque Jesús demostró claramente que no se hallaba bajo la obligación de pagar tributo, no entró en controversia alguna
          con los judíos acerca del asunto; porque ellos hubieran interpretado mal sus palabras, y las habrían vuelto contra él.
          Antes que ofenderlos reteniendo el tributo, hizo aquello que no se le podía exigir con justicia. Esta lección iba a ser
          de gran valor para sus discípulos. Pronto se iban a realizar notables cambios en su relación con el servicio del templo,
          y Cristo les enseñó a no colocarse innecesariamente en antagonismo con el orden establecido. Hasta donde fuese posible,
          debían evitar el dar ocasión para que su fe fuese mal interpretada. Aunque los cristianos no han de sacrificar un solo
          principio de la verdad, deben evitar la controversia siempre que sea posible.
          
          Mientras Cristo y los discípulos estaban solos en la casa, después que Pedro se fuera al mar, Jesús llamó a los otros a
          sí y les preguntó: "¿Qué disputabais entre vosotros en el camino?" La presencia de Jesús y su pregunta dieron al asunto
          un cariz enteramente diferente del que les había parecido que tenía mientras disputaban por el camino. La vergüenza y un
          402 sentimiento de condenación les indujeron a guardar silencio. Jesús les había dicho que iba a morir por ellos, y la
          ambición egoísta de ellos ofrecía un doloroso contraste con el amor altruista que él manifestaba.
          
          Cuando Jesús les dijo que iba a morir y resucitar, estaba tratando de entablar una conversación con ellos acerca de la
          gran prueba de su fe. Si hubiesen estado listos para recibir lo que deseaba comunicarles, se habrían ahorrado amarga
          angustia y desesperación. Sus palabras les habrían impartido consuelo en la hora de duelo y desilusión. Pero aunque
          había hablado muy claramente de lo que le esperaba, la mención de que pronto iba a ir a Jerusalén reanimó en ellos la
          esperanza de que se estuviese por establecer el reino y los indujo a preguntarse quiénes desempeñarían los cargos más
          elevados. Al volver Pedro del mar, los discípulos le hablaron de la pregunta del Salvador, y al fin uno se atrevió a
          preguntar a Jesús: "¿Quién es el mayor en el reino de los cielos?"
          
          El Salvador reunió a sus discípulos en derredor de sí y les dijo: "Si alguno quiere ser el primero, será el postrero de
          todos, y el servidor de todos." Tenían estas palabras una solemnidad y un carácter impresionante que los discípulos
          distaban mucho de comprender. Ellos no podían ver lo que Cristo discernía. No percibían la naturaleza del reino de
          Cristo, y esta ignorancia era la causa aparente de su disputa. Pero la verdadera causa era más profunda. Explicando la
          naturaleza del reino, Cristo podría haber apaciguado su disputa por el momento; pero esto no habría alcanzado la causa
          fundamental. Aun después de haber recibido el conocimiento más completo, cualquier cuestión de preferencia podría
          renovar la dificultad, y el desastre podría amenazar a la iglesia después de la partida de Cristo. La lucha por el
          puesto más elevado era la manifestación del mismo espíritu que diera origen a la gran controversia en los mundos
          superiores e hiciera bajar a Cristo del cielo para morir. Surgió delante de él una visión de Lucifer, el hijo del alba,
          que superaba en gloria a todos los ángeles que rodean el trono y estaba unido al Hijo de Dios por los vínculos más
          íntimos. Lucifer había dicho: "Seré semejante al Altísimo," y su deseo de exaltación había introducido la lucha en los
          atrios celestiales y desterrado una multitud de las huestes de Dios. Si Lucifer 403 hubiese deseado realmente ser como
          el Altísimo, no habría abandonado el puesto que le había sido señalado en el cielo; porque el espíritu del Altísimo se
          manifiesta sirviendo abnegadamente. Lucifer deseaba el poder de Dios, pero no su carácter. Buscaba para sí el lugar más
          alto, y todo ser impulsado por su espíritu hará lo mismo. Así resultarán inevitables el enajenamiento, la discordia y la
          contención. El dominio viene a ser el premio del más fuerte. El reino de Satanás es un reino de fuerza; cada uno mira al
          otro como un obstáculo para su propio progreso, o como un escalón para poder trepar a un puesto más elevado.
          
          Mientras Lucifer consideró como presa deseable el ser igual a Dios, Cristo, el encumbrado, "se anonadó a sí mismo,
          tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y hallado en la condición como hombre, se humilló a sí mismo,
          hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz." En esos momentos, la cruz le esperaba; y sus propios discípulos
          estaban tan llenos de egoísmo, es decir, del mismo principio que regía el reino de Satanás, que no podían sentir
          simpatía por su Señor, ni siquiera comprenderle mientras les hablaba de su humillación por ellos.
          
          Muy tiernamente, aunque con solemne énfasis, Jesús trató de corregir el mal. Demostró cuál es el principio que rige el
          reino de los cielos, y en qué consiste la verdadera grandeza, según las normas celestiales. Los que eran impulsados por
          el orgullo y el amor a la distinción, pensaban en sí mismos y en la recompensa que habían de recibir, más bien que en
          cómo podían devolver a Dios los dones que habían recibido. No tendrían cabida en el reino de los cielos porque estaban
          identificados con las filas de Satanás.
          
          Antes de la honra viene la humildad. Para ocupar un lugar elevado ante los hombres, el Cielo elige al obrero que como
          Juan el Bautista, toma un lugar humilde delante de Dios. El discípulo que más se asemeja a un niño es el más eficiente
          en la labor para Dios. Los seres celestiales pueden cooperar con aquel que no trata de ensalzarse a sí mismo sino de
          salvar almas. El que siente más profundamente su necesidad de la ayuda divina la pedirá; y el Espíritu Santo le dará
          vislumbres de Jesús que fortalecerán y elevarán su alma. Saldrá de la 404 comunión con Cristo para trabajar en favor de
          aquellos que perecen en sus pecados. Fue ungido para su misión, y tiene éxito donde muchos de los sabios e
          intelectualmente preparados fracasarían.
          
          Pero cuando los hombres se ensalzan a sí mismos, y se consideran necesarios para el éxito del gran plan de Dios, el
          Señor los hace poner a un lado. Queda demostrado que el Señor no depende de ellos. La obra no se detiene porque ellos
          sean separados de ella, sino que sigue adelante con mayor poder.
          
          No era suficiente que los discípulos de Jesús fuesen instruidos en cuanto a la naturaleza de su reino. Lo que
          necesitaban era un cambio de corazón que los pusiese en armonía con sus principios. Llamando a un niñito a sí, Jesús lo
          puso en medio de ellos; y luego rodeándole tiernamente con sus brazos dijo: "De cierto os digo, que si no os volviereis,
          y fuereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos." La sencillez, el olvido de sí mismo y el amor confiado
          del niñito son los atributos que el Cielo aprecia. Son las características de la verdadera grandeza.
          
          Jesús volvió a explicar a sus discípulos que su reino no se caracteriza por la dignidad y ostentación terrenales. A los
          pies de Jesús, se olvidan todas estas distinciones. Se ve a los ricos y a los pobres, a los sabios y a los ignorantes,
          sin pensamiento alguno de casta ni de preeminencia mundanal. Todos se encuentran allí como almas compradas por la sangre
          de Jesús, y todos por igual dependen de Aquel que los redimió para Dios.
          
          El alma sincera y contrita es preciosa a la vista de Dios. El pone su señal sobre los hombres, no según su jerarquía ni
          su riqueza, ni por su grandeza intelectual, sino por su unión con Cristo. El Señor de gloria queda satisfecho con
          aquellos que son mansos y humildes de corazón. "Dísteme asimismo --dijo David-- el escudo de tu salud: . . . y tu
          benignidad --como elemento del carácter humano-- me ha acrecentado."
          
          "El que recibiere en mi nombre uno de los tales niños --dijo Jesús,-- a mí recibe; y el que a mí recibe, no recibe a mí,
          mas al que me envió." "Jehová dijo así: el cielo es mi solio, y la tierra estrado de mis pies: . . . mas a aquel miraré
          que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra." 405
          
          Las palabras del Salvador despertaron en los discípulos un sentimiento de desconfianza propia. En su respuesta, él no
          había indicado a nadie en particular; pero Juan se sintió inducido a preguntar si en cierto caso su acción había sido
          correcta. Con el espíritu de un niño, presentó el asunto a Jesús. "Maestro --dijo,-- hemos visto a uno que en tu nombre
          echaba fuera los demonios, el cual no nos sigue; y se lo prohibimos, porque no nos sigue."
          
          Santiago y Juan habían pensado que al reprimir a este hombre buscaban la honra de su Señor; mas empezaban a ver que
          habían sido celosos por la propia. Reconocieron su error y aceptaron la reprensión de Jesús: "No se lo prohibáis; porque
          ninguno hay que haga milagro en mi nombre que luego pueda decir mal de mí." Ninguno de los que en alguna forma se
          manifestaban amistosos con Cristo debía ser repelido. Había muchos que estaban profundamente conmovidos por el carácter
          y la obra de Cristo y cuyo corazón se estaba abriendo a él con fe; y los discípulos, que no podían discernir los
          motivos, debían tener cuidado de no desalentar a esas almas. Cuando Jesús ya no estuviese personalmente entre ellos y la
          obra quedase en sus manos, no debían participar de un espíritu estrecho y exclusivista, sino manifestar la misma
          abarcante simpatía que habían visto en su Maestro.
          
          El hecho de que alguno no obre en todas las cosas conforme a nuestras ideas y opiniones personales no nos justifica para
          prohibirle que trabaje para Dios. Cristo es el gran Maestro; nosotros no hemos de juzgar ni dar órdenes, sino que cada
          uno debe sentarse con humildad a los pies de Jesús y aprender de él. Cada alma a la cual Dios ha hecho voluntaria es un
          conducto por medio del cual Cristo revelará su amor perdonador. ¡Cuán cuidadosos debemos ser para no desalentar a uno de
          los que transmiten la luz de Dios, a fin de no interceptar los rayos que él quiere hacer brillar sobre el mundo!
          
          La dureza y frialdad manifestadas por un discípulo hacia una persona a la que Cristo estaba atrayendo --un acto como el
          de Juan al prohibir a otro que realizase milagros en nombre de Cristo,-- podía desviar sus pies por la senda del enemigo
          y causar la pérdida de un alma. Jesús dijo que antes de hacer una cosa semejante, "mejor le fuera si se le atase una
          piedra 406 de molino al cuello, y fuera echado en la mar." Y añadió: "Y si tu mano te escandalizare, córtala; mejor te
          es entrar a la vida manco, que teniendo dos manos ir a la Gehenna, al fuego que no puede ser apagado. Y si tu pie te
          fuere ocasión de caer, córtalo: mejor te es entrar a la vida cojo, que teniendo dos pies ser echado en la Gehenna."
          
          ¿Por qué empleó Jesús este lenguaje vehemente, que no podría haber sido más enérgico? Porque "el Hijo del hombre vino a
          salvar lo que se había perdido." ¿Habrán de tener sus discípulos menos consideración hacia las almas de sus semejantes
          que la manifestada por la Majestad del cielo? Cada alma costó un precio infinito, y ¡cuán terrible es el pecado de
          apartar un alma de Cristo de manera que para ella el amor, la humillación y la agonía del Salvador hayan sido vanos!
          
          "¡Ay del mundo por los escándalos! porque necesario es que vengan escándalos." El mundo, inspirado por Satanás, se
          opondrá seguramente a los que siguen a Cristo y tratará de destruir su fe; pero ¡ay de aquel que lleve el nombre de
          Cristo, y sin embargo sea hallado haciendo esta obra! Nuestro Señor queda avergonzado por aquellos que aseveran
          servirle, pero representan falsamente su carácter; y multitudes son engañadas, y conducidas por sendas falsas.
          
          Cualquier hábito o práctica que pueda inducir a pecar y atraer deshonra sobre Cristo, debe ser desechado cueste lo que
          costare. Lo que deshonra a Dios no puede beneficiar al alma. La bendición del Cielo no puede acompañar a un hombre que
          viole los eternos principios de la justicia. Y un pecado acariciado es suficiente para realizar la degradación del
          carácter y extraviar a otros. Si para salvar el cuerpo de la muerte uno se cortaría un pie o una mano, o aun se
          arrancaría un ojo, ¡con cuánto más fervor deberíamos desechar el pecado, que trae muerte al alma!
          
          En el ceremonial del templo, se añadía sal a todo sacrificio. Esto, como la ofrenda del incienso, significaba que
          únicamente la justicia de Cristo podía hacer el culto aceptable para Dios. Refiriéndose a esta práctica dijo Jesús:
          "Todo sacrificio será salado con sal." "Tened sal en vosotros, y paz unos con otros." Todos los que quieran presentarse
          "en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios," deben recibir la sal que salva, la justicia de 407 nuestro Salvador.
          Entonces vienen a ser "la sal de la tierra" que restringe el mal entre los hombres, como la sal preserva de la
          corrupción. Pero si la sal ha perdido su sabor; si no hay más que una profesión de piedad, sin el amor de Cristo, no hay
          poder para lo bueno. La vida no puede ejercer influencia salvadora sobre el mundo. Vuestra energía y eficiencia en la
          edificación de mi reino --dice Jesús,-- dependen de que recibáis mi Espíritu. Debéis participar de mi gracia, a fin de
          ser sabor de vida para vida. Entonces no habrá rivalidad ni esfuerzo para complacerse a sí mismo, ni se deseará el
          puesto más alto. Poseeréis ese amor que no busca lo suyo, sino que otro se enriquezca.
          
          Fije el pecador arrepentido sus ojos en "el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo;' y contemplándolo, se
          transformará. Su temor se trueca en gozo, sus dudas en esperanza. Brota la gratitud. El corazón de piedra se quebranta.
          Una oleada de amor inunda el alma. Cristo es en él una fuente de agua que brota para vida eterna. Cuando vemos a Jesús,
          Varón de dolores y experimentado en quebrantos, trabajando para salvar a los perdidos, despreciado, escarnecido, echado
          de una ciudad a la otra hasta que su misión fue cumplida; cuando le contemplamos en Getsemaní, sudando gruesas gotas de
          sangre, y muriendo en agonía sobre la cruz; cuando vemos eso, no podemos ya reconocer el clamor del yo. Mirando a Jesús,
          nos avergonzaremos de nuestra frialdad, de nuestro letargo, de nuestro egoísmo. Estaremos dispuestos a ser cualquier
          cosa o nada, para servir de todo corazón al Maestro. Nos regocijará el llevar la cruz en pos de Jesús, el sufrir
          pruebas, vergüenza o persecución por su amada causa.
          
          "Así que, los que somos más firmes debemos sobrellevar las flaquezas de los flacos, y no agradarnos a nosotros mismos."
          A nadie que crea en Cristo se le debe tener en poco, aun cuando su fe sea débil y sus pasos vacilen como los de un
          niñito. Todo lo que nos da ventaja sobre otro --sea la educación o el refinamiento, la nobleza de carácter, la
          preparación cristiana o la experiencia religiosa-- nos impone una deuda para con los menos favorecidos; y debemos
          servirlos en cuanto esté en nuestro poder. Si somos fuertes, debemos corroborar las manos de los débiles. Los ángeles de
          gloria, que contemplan 408 constantemente el rostro del Padre en el cielo, se gozan en servir a sus pequeñuelos. Las
          almas temblorosas, que tienen tal vez muchos rasgos de carácter censurables, les son especialmente encargadas. Hay
          siempre ángeles presentes donde más se necesitan, con aquellos que tienen que pelear la batalla más dura contra el yo y
          cuyo ambiente es más desalentador. Y los verdaderos seguidores de Cristo cooperarán en ese ministerio.
          
          Si alguno de estos pequeñuelos fuese vencido y obrase mal contra nosotros, es nuestro deber procurar su restauración. No
          esperemos que haga el primer esfuerzo de reconciliación. "¿Qué os parece?--pregunta Cristo.-- Si tuviese algún hombre
          cien ovejas, y se descarriase una de ellas, ¿no iría por los montes, dejadas las noventa y nueve, a buscar la que se
          había descarriado? Y si aconteciese hallarla, de cierto os digo, que más se goza de aquella, que de las noventa y nueve
          que no se descarriaron. Así, no es la voluntad de vuestro Padre que está en los cielos, que se pierda uno de estos
          pequeños."
          
          Con espíritu de mansedumbre, "considerándote a ti mismo, porque tú no seas también tentado," ve al que yerra, y
          "redargúyele entre ti y él solo." No le avergüences exponiendo su falta a otros, ni deshonres a Cristo haciendo público
          el pecado o error de quien lleva su nombre. Con frecuencia hay que decir claramente la verdad al que yerra; debe
          inducírsele a ver su error para que se reforme. Pero no hemos de juzgarle ni condenarle. No intentemos justificarnos.
          Sean todos nuestros esfuerzos para recobrarlo. Para tratar las heridas del alma se necesita el tacto más delicado, la
          más fina sensibilidad. Lo único que puede valernos en esto es el amor que fluye del que sufrió en el Calvario. Con
          ternura compasiva, trate el hermano con el hermano, sabiendo que si tiene éxito "salvará un alma de muerte" y "cubrirá
          multitud de pecados."
          
          Pero aun este esfuerzo puede ser inútil. Entonces, dijo Jesús, "toma aún contigo uno o dos." Puede ser que su influencia
          unida prevalezca donde la del primero no tuvo éxito. No siendo partes en la dificultad, habrá más probabilidad de que
          obren imparcialmente, y este hecho dará a su consejo mayor peso para el que yerra.
          
          Si no quiere escucharlos, entonces, pero no antes, se debe 409 presentar el asunto a todo el cuerpo de creyentes. Únanse
          los miembros de la iglesia, como representantes de Cristo, en oración y súplica para que el ofensor sea restaurado. El
          Espíritu Santo hablará por medio de sus siervos, suplicando al descarriado que vuelva a Dios. El apóstol Pablo, hablando
          por inspiración, dice: "Como si Dios rogase por medio nuestro; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios.'
          El que rechaza este esfuerzo conjunto en su favor, ha roto el vínculo que le une a Cristo, y así se ha separado de la
          comunión de la iglesia. Desde entonces, dijo Jesús, "tenle por étnico y publicano." Pero no se le ha de considerar como
          separado de la misericordia de Dios. No lo han de despreciar ni descuidar los que antes eran sus hermanos, sino que lo
          han de tratar con ternura y compasión, como una de las ovejas perdidas a las que Cristo está procurando todavía traer a
          su redil.
          
          La instrucción de Cristo en cuanto al trato con los que yerran repite en forma más específica la enseñanza dada a Israel
          por Moisés: "No aborrecerás a tu hermano en tu corazón: ingenuamente reprenderás a tu prójimo, y no consentirás sobre él
          pecado." Es decir, que si uno descuida el deber que Cristo ordenó en cuanto a restaurar a quienes están en error y
          pecado, se hace partícipe del pecado. Somos tan responsables de los males que podríamos haber detenido como si los
          hubiésemos cometido nosotros mismos.
          
          Pero debemos presentar el mal al que lo hace. No debemos hacer de ello un asunto de comentario y crítica entre nosotros
          mismos; ni siquiera después que haya sido expuesto a la iglesia nos es permitido repetirlo a otros. El conocimiento de
          las faltas de los cristianos será tan sólo una piedra de tropiezo para el mundo incrédulo; y espaciándonos en estas
          cosas no podemos sino recibir daño nosotros mismos; porque contemplando es como somos transformados. Mientras tratamos
          de corregir los errores de un hermano, el Espíritu de Cristo nos inducirá a escudarle en lo posible de la crítica aun de
          sus propios hermanos, y tanto más de la censura del mundo incrédulo. Nosotros mismos erramos y necesitamos la compasión
          y el perdón de Cristo, y él nos invita a tratarnos mutuamente como deseamos que él nos trate.
          
          "Todo lo que ligareis en la tierra, será ligado en el cielo; y 410 todo lo que desatareis en la tierra, será desatado en
          el cielo." Obráis como embajadores del cielo, y lo que resulte de vuestro trabajo es para la eternidad.
          
          Pero no hemos de llevar esta gran responsabilidad solos. Cristo mora dondequiera que se obedezca su palabra con corazón
          sincero. No sólo está presente en las asambleas de la iglesia, sino que estará dondequiera que sus discípulos, por pocos
          que sean, se reúnan en su nombre. Y dice: "Si dos de vosotros se convinieren en la tierra, de toda cosa que pidieren,
          les será hecho por mi Padre que está en los cielos."
          
          Jesús dice: "Mi Padre que está en los cielos," como para recordar a sus discípulos que mientras que por su humanidad
          está vinculado con ellos, participa de sus pruebas y simpatiza con ellos en sus sufrimientos, por su divinidad está
          unido con el trono del Infinito. ¡Admirable garantía! Los seres celestiales se unen con los hombres en simpatía y labor
          para la salvación de lo que se había perdido. Y todo el poder del cielo se pone en combinación con la capacidad humana
          para atraer las almas a Cristo. 411
          
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