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  • EL DESEADO DE TODAS LAS GENTES
    CAPÍTULO: Nicodemo

     
    NICODEMO ocupaba un puesto elevado y de confianza en la nación judía. Era un hombre muy educado, y poseía talentos extraordinarios. Era un renombrado miembro del concilio nacional. Como otros, había sido conmovido por las enseñanzas de Jesús. Aunque rico, sabio y honrado, se había sentido extrañamente atraído por el humilde Nazareno. Las lecciones que habían caído de los labios del Salvador le habían impresionado grandemente, y quería aprender más de estas verdades maravillosas. La autoridad que Cristo ejerciera al purificar el templo había despertado el odio resuelto de los sacerdotes y gobernantes. Temían el poder de este extraño. No habían de tolerar tanto atrevimiento de parte de un obscuro galileo. Se proponían acabar con su obra. Pero no estaban todos de acuerdo en este propósito. Algunos temían oponerse a quien estaba tan evidentemente movido por el Espíritu de Dios. Recordaban cómo los profetas habían sido muertos por reprender los pecados de los dirigentes de Israel. Sabían que la servidumbre de los judíos a una nación pagana era el resultado de su terquedad en rechazar las reprensiones de Dios. Temían que al maquinar contra Jesús, los sacerdotes y gobernantes estuviesen siguiendo en los pasos de sus padres, y hubiesen de traer nuevas calamidades sobre la nación. Nicodemo participaba de estos sentimientos. En un concilio del Sanedrín, cuando se consideraba la conducta que se debía seguir para con Jesús, Nicodemo aconsejó cautela y moderación. Hizo notar con insistencia que si Jesús estaba realmente investido de autoridad de parte de Dios, sería peligroso rechazar sus amonestaciones. Los sacerdotes no se atrevieron a despreciar este consejo, y por el momento no tomaron medidas abiertas contra el Salvador. Desde que oyera a Jesús, Nicodemo había estudiado ansiosamente las profecías relativas al Mesías, y cuanto más las 141 escudriñaba, tanto más profunda se volvía su convicción de que era el que había de venir. Juntamente con muchos otros hijos de Israel, había sentido honda angustia por la profanación del templo. Había presenciado la escena cuando Jesús echó a los compradores y vendedores; contempló la admirable manifestación del poder divino; vio al Salvador recibir a los pobres y sanar a los enfermos; vio las miradas de gozo de éstos y oyó sus palabras de alabanza; y no podía dudar de que Jesús de Nazaret era el enviado de Dios. Deseaba ardientemente entrevistarse con Jesús, pero no osaba buscarle abiertamente. Sería demasiado humillante para un príncipe de los judíos declararse simpatizante de un maestro tan poco conocido. Si su visita llegase al conocimiento del Sanedrín, le atraería su desprecio y denuncias. Resolvió, pues, verle en secreto, con la excusa de que si él fuese abiertamente, otros seguirían su ejemplo. Haciendo una investigación especial, llegó a saber dónde tenía el Salvador un lugar de retiro en el monte de las Olivas; aguardó hasta que la ciudad quedase envuelta por el sueño, y entonces salió en busca de Jesús. En presencia de Cristo, Nicodemo sintió una extraña timidez, la que trató de ocultar bajo un aire de serenidad y dignidad. "Rabbí --dijo,-- sabemos que has venido de Dios por maestro; porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no fuere Dios con él." Hablando de los raros dones de Cristo como maestro, y también de su maravilloso poder de realizar milagros, esperaba preparar el terreno para su entrevista. Sus palabras estaban destinadas a expresar e infundir confianza; pero en realidad expresaban incredulidad. No reconocía a Jesús como el Mesías, sino solamente como maestro enviado de Dios. En vez de reconocer este saludo, Jesús fijó los ojos en el que le hablaba, como si leyese en su alma. En su infinita sabiduría, vio delante de sí a uno que buscaba la verdad. Conoció el objeto de esta visita, y con el deseo de profundizar la convicción que ya había penetrado en la mente del que le escuchaba, fue directamente al tema que le preocupaba, diciendo solemne aunque bondadosamente: "En verdad, en verdad te digo: A menos que el hombre naciere de lo alto, no puede ver el reino de Dios.' 142 Nicodemo había venido al Señor pensando entrar en discusión con él, pero Jesús descubrió los principios fundamentales de la verdad. Dijo a Nicodemo: No necesitas conocimiento teórico tanto como regeneración espiritual. No necesitas que se satisfaga tu curiosidad, sino tener un corazón nuevo. Debes recibir una vida nueva de lo alto, antes de poder apreciar las cosas celestiales. Hasta que se realice este cambio, haciendo nuevas todas las cosas, no producirá ningún bien salvador para ti el discutir conmigo mi autoridad o mi misión. Nicodemo había oído la predicación de Juan el Bautista concerniente al arrepentimiento y el bautismo, y cuando había señalado al pueblo a Aquel que bautizaría con el Espíritu Santo. El mismo había sentido que había falta de espiritualidad entre los judíos; que, en gran medida, estaban dominados por el fanatismo y la ambición mundanal. Había esperado que se produjese un mejor estado de cosas al venir el Mesías. Sin embargo, el mensaje escrutador del Bautista no había producido en él convicción de pecado. Era un fariseo estricto, y se enorgullecía de sus buenas obras. Era muy estimado por su benevolencia y generosidad en sostener el culto del templo y se sentía seguro del favor de Dios. Le sorprendió la idea de un reino demasiado puro para que él lo viese en la condición en que estaba. La figura del nuevo nacimiento que Jesús había empleado no era del todo desconocida para Nicodemo. Los conversos del paganismo a la fe de Israel eran a menudo comparados a niños recién nacidos. Por lo tanto, debió percibir que las palabras de Cristo no habían de ser tomadas en su sentido literal. Pero por virtud de su nacimiento como israelita, se consideraba seguro de tener un lugar en el reino de Dios. Le parecía que no necesitaba cambio alguno. Por esto le sorprendieron las palabras del Salvador. Le irritaba su íntima aplicación a sí mismo. El orgullo del fariseo contendía contra el sincero deseo del que buscaba la verdad. Se admiraba de que Cristo le hablase así, sin tener en cuenta su posición de príncipe de Israel. La sorpresa le hizo perder el dominio propio, y contestó a Cristo en palabras llenas de ironía: "¿Cómo puede el hombre nacer siendo viejo?" Como muchos otros, al ver su conciencia confrontada por una verdad aguda, demostró que el hombre 143 natural no recibe las cosas del Espíritu de Dios. No hay nada en él que responda a las cosas espirituales; porque las cosas espirituales se disciernen espiritualmente. Pero el Salvador no contestó a su argumento con otro. Levantando la mano con solemne y tranquila dignidad, hizo penetrar la verdad con aun mayor seguridad: "De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios." Nicodemo sabía que Cristo se refería aquí al agua del bautismo y a la renovación del corazón por el Espíritu de Dios. Estaba convencido de que se hallaba en presencia de Aquel cuya venida había predicho Juan el Bautista. Jesús continuó diciendo: "Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es." Por naturaleza, el corazón es malo, y "¿quién hará limpio de inmundo? Nadie." Ningún invento humano puede hallar un remedio para el alma pecaminosa. "La intención de la carne es enemistad contra Dios; porque no se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede." "Del corazón salen los malos pensamientos, muertes, adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias." La fuente del corazón debe ser purificada antes que los raudales puedan ser puros. El que está tratando de alcanzar el cielo por sus propias obras observando la ley, está intentando lo imposible. No hay seguridad para el que tenga sólo una religión legal, sólo una forma de la piedad. La vida del cristiano no es una modificación o mejora de la antigua, sino una transformación de la naturaleza. Se produce una muerte al yo y al pecado, y una vida enteramente nueva. Este cambio puede ser efectuado únicamente por la obra eficaz del Espíritu Santo. Nicodemo estaba todavía perplejo, y Jesús empleó el viento para ilustrar lo que quería decir: "El viento de donde quiere sopla, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni adónde vaya: así es todo aquel que es nacido del Espíritu. "Se oye el viento entre las ramas de los árboles, por el susurro que produce en las hojas y las flores; sin embargo es invisible, y nadie sabe de dónde viene ni adónde va. Así sucede con la obra del Espíritu Santo en el corazón. Es tan inexplicable como los movimientos del viento. Puede ser que una persona no pueda 144 decir exactamente la ocasión ni el lugar en que se convirtió, ni distinguir todas las circunstancias de su conversión; pero esto no significa que no se haya convertido. Mediante un agente tan invisible como el viento, Cristo obra constantemente en el corazón. Poco a poco, tal vez inconscientemente para quien las recibe, se hacen impresiones que tienden a atraer el alma a Cristo. Dichas impresiones pueden ser recibidas meditando en él, leyendo las Escrituras, u oyendo la palabra del predicador viviente. Repentinamente, al presentar el Espíritu un llamamiento más directo, el alma se entrega gozosamente a Jesús. Muchos llaman a esto conversión repentina; pero es el resultado de una larga intercesión del Espíritu de Dios; es una obra paciente y larga. Aunque el viento mismo es invisible, produce efectos que se ven y sienten. Así también la obra del Espíritu en el alma se revelará en toda acción de quien haya sentido su poder salvador. Cuando el Espíritu de Dios se posesiona del corazón, transforma la vida. Los pensamientos pecaminosos son puestos a un lado, las malas acciones son abandonadas; el amor, la humildad y la paz, reemplazan a la ira, la envidia y las contenciones. La alegría reemplaza a la tristeza, y el rostro refleja la luz del cielo. Nadie ve la mano que alza la carga, ni contempla la luz que desciende de los atrios celestiales. La bendición viene cuando por la fe el alma se entrega a Dios. Entonces ese poder que ningún ojo humano puede ver, crea un nuevo ser a la imagen de Dios. Es imposible para las mentes finitas comprender la obra de la redención. Su misterio supera al conocimiento humano; sin embargo, el que pasa de muerte a vida comprende que es una realidad divina. Podemos conocer aquí por experiencia personal el comienzo de la redención. Sus resultados alcanzan hasta las edades eternas. Mientras Jesús estaba hablando, algunos rayos de la verdad penetraron en la mente del príncipe. La suavizadora y subyugadora influencia del Espíritu Santo impresionó su corazón. Sin embargo, él no comprendía plenamente las palabras del Salvador. No le impresionaba tanto la necesidad del nuevo nacimiento como la manera en que se verificaba. Dijo con admiración: "¿Cómo puede esto hacerse?" 145 "¿Tú eres el maestro de Israel, y no sabes esto?" le preguntó Jesús. Por cierto que un hombre encargado de la instrucción religiosa del pueblo no debía ignorar verdades tan importantes. Las palabras de Jesús implicaban que en vez de sentirse irritado por las claras palabras de verdad, Nicodemo debiera haber tenido una muy humilde opinión de sí mismo, por causa de su ignorancia espiritual. Sin embargo, Cristo habló con tan solemne dignidad, y sus miradas y su tono expresaban tan ferviente amor, que Nicodemo no se ofendió al cerciorarse de su humillante condición. Pero mientras Jesús explicaba que su misión en la tierra consistía en establecer un reino espiritual en vez de temporal, su oyente quedó perturbado. En vista de esto, Jesús añadió: "Si os he dicho cosas terrenas, y no creéis, ¿cómo creeréis si os dijere las celestiales?" Si Nicodemo no podía recibir las enseñanzas de Cristo, que ilustraban la obra de la gracia en el corazón, ¿cómo podría comprender la naturaleza de su glorioso reino celestial? Si no discernía la naturaleza de la obra de Cristo en la tierra, no podría comprender su obra en el cielo. Los judíos a quienes Jesús había echado del templo aseveraban ser hijos de Abrahán, pero huyeron de la presencia del Salvador, porque no podían soportar la gloria de Dios que se manifestaba en él. Así dieron evidencia de que no estaban preparados por la gracia de Dios para participar en los ritos sagrados del templo. Eran celosos para mantener una apariencia de santidad, pero descuidaban la santidad del corazón. Mientras que eran muy quisquillosos en cuanto a la letra de la ley, estaban violando constantemente su espíritu. Necesitaban grandemente este mismo cambio que Cristo había estado explicando a Nicodemo: un nuevo nacimiento moral, una purificación del pecado y una renovación del conocimiento y de la santidad. No tenía excusa la ceguera de Israel en cuanto a la regeneración. Bajo la inspiración del Espíritu Santo, Isaías había escrito: "Todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia." David había orado: "Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio; y renueva un espíritu recto dentro de mí." Y por medio de Ezequiel había sido hecha la promesa: "Y os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo 146 dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi espíritu, y haré que andéis en mis mandamientos." Nicodemo había leído estos pasajes con mente anublada; pero ahora empezaba a comprender su significado. Veía que la más rígida obediencia a la simple letra de la ley tal como se aplicaba a la vida externa, no podía dar a nadie derecho a entrar en el reino de los cielos. En la estima de los hombres, su vida había sido justa y honorable; pero en la presencia de Cristo, sentía que su corazón era impuro y su vida profana. Nicodemo se sentía atraído a Cristo. Mientras el Salvador le explicaba lo concerniente al nuevo nacimiento, sintió el anhelo de que ese cambio se realizase en él. ¿Por qué medio podía lograrse? Jesús contestó la pregunta que no llegó a ser formulada: "Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado; para que todo aquel que en él creyere, no se pierda, sino que tenga vida eterna." Este era terreno familiar para Nicodemo. El símbolo de la serpiente alzada le aclaró la misión del Salvador. Cuando el pueblo de Israel estaba muriendo por las mordeduras de las serpientes ardientes, Dios indicó a Moisés que hiciese una serpiente de bronce y la colocase en alto en medio de la congregación. Luego se pregonó por todo el campamento que todos los que mirasen a la serpiente vivirían. El pueblo sabía muy bien que en sí misma la serpiente no tenía poder de ayudarle. Era un símbolo de Cristo. Así como la imagen de la serpiente destructora fue alzada para sanar al pueblo, un ser "en semejanza de carne de pecado" iba a ser el Redentor de la humanidad. Muchos de los israelitas consideraban que el ceremonial de los sacrificios tenía virtud en sí mismo para libertarlos del pecado. Dios deseaba enseñarles que no tenía más valor que la serpiente de bronce. Debía dirigir su atención al Salvador. Ya fuese para curar sus heridas, o perdonar sus pecados, no podían hacer nada por Si mismos, sino manifestar su fe en el don de Dios. Habían de mirar y vivir. Los que habían sido mordidos por las serpientes, podrían haberse demorado en mirar. Podrían haber puesto en duda la eficacia del símbolo de bronce. Podrían haber pedido una 147 explicación científica. Pero no se dio explicación alguna. Debían aceptar la palabra de Dios que les era dirigida por Moisés. El negarse a mirar era perecer. No es mediante controversias y discusiones cómo se ilumina el alma. Debemos mirar y vivir. Nicodemo recibió la lección y se la llevó consigo. Escudriñó las Escrituras de una manera nueva, no para discutir una teoría, sino para recibir vida para el alma. Empezó a ver el reino de los cielos cuando se sometió a la dirección del Espíritu Santo. Hay hoy día miles que necesitan aprender la misma verdad que fue enseñada a Nicodemo por la serpiente levantada. Confían en que su obediencia a la ley de Dios los recomienda a su favor. Cuando se los invita a mirar a Jesús y a creer que él los salva únicamente por su gracia, exclaman: "¿Cómo puede esto hacerse?" Como Nicodemo, debemos estar dispuestos a entrar en la vida de la misma manera que el primero de los pecadores. Fuera de Cristo, "no hay otro nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos." Por la fe, recibimos la gracia de Dios; pero la fe no es nuestro Salvador. No nos gana nada. Es la mano por la cual nos asimos de Cristo y nos apropiamos sus méritos, el remedio por el pecado. Y ni siquiera podemos arrepentirnos sin la ayuda del Espíritu de Dios. La Escritura dice de Cristo: "A éste ha Dios ensalzado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y remisión de pecados." El arrepentimiento proviene de Cristo tan ciertamente como el perdón. ¿Cómo hemos de salvarnos entonces? "Como Moisés levantó la serpiente en el desierto," así también el Hijo del hombre ha sido levantado, y todos los que han sido engañados y mordidos por la serpiente pueden mirar y vivir. "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo." La luz que resplandece de la cruz revela el amor de Dios. Su amor nos atrae a él. Si no resistimos esta atracción, seremos conducidos al pie de la cruz arrepentidos por los pecados que crucificaron al Salvador. Entonces el Espíritu de Dios produce por medio de la fe una nueva vida en el alma. Los pensamientos y los deseos se sujetan en obediencia a la voluntad de Cristo. El corazón y la mente son creados de nuevo a la imagen de 148 Aquel que obra en nosotros para someter todas las cosas a sí. Entonces la ley de Dios queda escrita en la mente y el corazón, y podemos decir con Cristo: "El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado." En la entrevista con Nicodemo, Jesús reveló el plan de salvación y su misión en el mundo. En ninguno de sus discursos subsiguientes, explicó él tan plenamente, paso a paso, la obra que debe hacerse en el corazón de cuantos quieran heredar el reino de los cielos. En el mismo principio de su ministerio, presentó la verdad a un miembro del Sanedrín, a la mente mejor dispuesta para recibirla, a un hombre designado para ser maestro del pueblo. Pero los dirigentes de Israel no recibieron gustosamente la luz. Nicodemo ocultó la verdad en su corazón, y durante tres años hubo muy poco fruto aparente. Pero Jesús conocía el suelo en el cual había arrojado la semilla. Las palabras pronunciadas de noche a un solo oyente en la montaña solitaria no se perdieron. Por un tiempo, Nicodemo no reconoció públicamente a Cristo, pero estudió su vida y meditó sus enseñanzas. En los concilios del Sanedrín, estorbó repetidas veces los planes que los sacerdotes hacían para destruirle. Cuando por fin Jesús fue alzado en la cruz, Nicodemo recordó la enseñanza que recibiera en el monte de las Olivas: "Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado; para que todo aquel que en él creyere, no se pierda, sino que tenga vida eterna." La luz de aquella entrevista secreta iluminó la cruz del Calvario, y Nicodemo vio en Jesús el Redentor del mundo. Después de la ascensión del Señor, cuando los discípulos fueron dispersados por la persecución, Nicodemo se adelantó osadamente. Dedicó sus riquezas a sostener la tierna iglesia que los judíos esperaban ver desaparecer a la muerte de Cristo. En tiempos de peligro, el que había sido tan cauteloso y lleno de dudas, se manifestó tan firme como una roca, estimulando la fe de los discípulos y proporcionándoles recursos con que llevar adelante la obra del Evangelio. Aquellos que en otro tiempo le habían tributado reverencia, le despreciaron y persiguieron. Quedó pobre en los bienes de este mundo, pero no le faltó la fe que había tenido su comienzo en aquella conferencia nocturna con Jesús. 149 Nicodemo relató a Juan la historia de aquella entrevista, y la pluma de éste la registró para instrucción de millones de almas. Las verdades allí enseñadas son tan importantes hoy como en aquella solemne noche que sombreara la montaña donde el gobernante judío vino para aprender del humilde Maestro de Galilea el camino de la vida. 150
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